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Porfirio Barba Jacob




"Empalmada en el horizonte, o por lo menos así lo demuesuando un viajero habla de sus


caminos hay entresijos por donde pasan los asombros y la incertidum- bre; al reinventar un


paso el caminante recoge sus tropiezos y acierta en avanzar acorde al ritmo de la


em-briaguez con la que encuentra el deleite."






‘’Llego aquí como ayer sencillamente; y en medio de los campos abandonó mi cuerpo sobre la hierba fácil’’

Puede prefijar fácilmente un rumbo, pero no puede pre- verse cuán necesario será un alto en el camino para -¡por fin!- aflorar la emoción por los murmullos en los bosques, el dorar de la hoja grácil, por los mil y un pálpitos enreda- dos entre los frutos. Resulta inevitable el deleite sin pensa- miento, la intrepidez de la mística floresta de colores y de albura. ¡Qué mejor viajero que Barba Jacob!, él nos hace recorrer Barranquilla, una ciudad azulada y soporífera, como ‘’el cielo bruñido en la gloria del trópico’’; nos cuen- ta de la onírica belleza de Acapulco acercándola a las ‘’las playas de la muerte’’ donde las fantasmagóricas caricias maternales se asemejan a un divino transcurrir del agua; alienta sus graves cantando en torno a la tierra salitrosa de Sayula, México, ‘’-¡donde llovía a Cántaros!-‘’, y donde conoció un amor imposible como ‘’los huertos que enflo- ra la astromelia’’, para después atraparnos y encerrarnos de por vida en su creación que se hace canto pero que a la vez se transforma en luz mentirosa; divina e imposible desazón suprema, ‘’Jerusalén de Poesía’’, su desesperada Acuarimántima. La ciudad de ciudades que lo convirtió en el gobernador de la soledad, la única muestra de todo el vagar frenético hecho fulgor en los muros levantados por el viajero junto a un dolor remoto. Esa ciudad interior de la que el tiempo y el ‘’vigor escaso’’ nos evitan el honor de ser sus buenos ciudadanos. Pero si hablamos de ciudades no ignoramos la transición entre el destierro y la adop- ción, tenemos siempre presente el eco de una distancia y de otra, el estar aquí y el estar allá, todo junto convertido en la parábola del caminante sombreado por las orillas. No es importante hacia dónde vamos, ni de dónde venimos, lo importante es saber que buscamos lo que, probablemente, no podemos encontrar.

Es evidente que Barba Jacob a pesar de haber grabado su presencia en muchos lugares, siempre andaba con la frente




tra en uno de sus más conmovedores poemas, ‘’La ciudad de la estrella’’. Allí es fácil sumergirse en paisajes confia- bles, espasmódicos, de la búsqueda y la esfumación, de la experiencia posible y de la inmediata rareza producida por una ciudad que queda bañada por el recuerdo de una estrella. El lugar desaparece y empezamos, de repente, a pertenecer a un color nocturno, ya no procedemos de una cosa diferente a lo que la inspiración nos dicta. Puede pre- sentarse este enigma aún más complicado en el destino del poeta, quien adicto a su deambular sin fatigas ve inefable la maduración de los pensamientos “en los mundos que esperan armonización’’. Quién sabe si era, pues, la lucha por no pertenecer sino a las montañas americanas lo que lo hacía errar y perderle el hilo a una nueva estrella.

II

Cuando comenzó la vida para Barba Jacob, su llegar al mundo no fue más que un humilde designio de las estre- llas fosforescentes envuelto en un rumor de vacas. El coro de luciérnagas, el vagar de los insectos, las urgentes y esfor- zadas labores de la siembra y la cosecha fueron su cuna y su nodriza. Imaginamos a ese niñito de cuerpo inacabado, recogiendo agua del río, con uñas de tierra, imitando a re- gañadientes los trabajos de sus mayores, saltando cercas y revolcándose como una lombriz en los manteles montaño- sos de la Antioquia del siglo XIX. Un niño olvidando cuán sencillas e inexplicables son las cosas, escondiéndose del sueño entre los sauces, respirando los polvos de la manda- rina; un grito herido, un incendio de memoria y noche, un florecimiento recóndito en el que años más tarde nuestro poeta se desgarraría por la añoranza. No fue un niño pró- digo, y su ciudad de campesinos laboriosos, Santa Rosa de Osos, no fue sino otro más de los tantos municipios de Colombia, con excelente vocación católica, poblada con casitas de bareque y sustentada en la producción lechera.


Es posible que Barba Jacob haya tenido que negarse a las imposiciones de sus habitantes a medida que iba encen- diéndose la válvula de la vigorosidad en un ir y venir que iba volviéndose cada vez más estrecho a medida que crecía y salía de su inocente infancia. Su corazón debió dictarle el deseo de aventura, el primer contacto con las crudezas políticas, la riqueza de ímpetus, los bemoles altisonantes e inevitables sostenidos de otro mundo. Salió en pos de su amada América, la que lo vio nacer, la que lo vio cam-


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biar de piel y de nombre, la que lo enterró. Toda su poesía se ve marcada por ese efecto, más aún si ya hemos hecho alusión a sus viajes duraderos

¿o acaso resulta imposible ser parte de cada una de las curvas que nos catapultan a lugares desconocidos tanto de nosotros mismos como de la inmensidad exterior? Parece enigmática, por ejemplo, la dulzura con que el poeta canta a América fundiendo en los versos un cóndor negro, da la impresión de cantarse a sí mismo ese sino errante pero prodigioso en el que los vastos abismos son delirios tenebrosos como la imagen de rapiña.



“En libre vuelo, el cielo de mi América Hender he visto un cóndor negro, errante.

¿Qué abismo circunscribe?

¿Qué intacta nieve augura?

Por las arterias de los ciervos montesinos Discurre para el cóndor la sangre enardecida, Bajo las pieles lúcidas, entre las carnes bellas.

¡La presa viva!, ¡el pico ensangrentado!,

¡El ala pronta!, ¡el ímpetu del vuelo! Y un delirar de cumbres y centellas.’’

En la profundidad de esa ala bruna hundió su pu- pila, bebió de su locura para jamás volver. Barba Jacob rasga con alegría los paisajes de América, se embriaga con azules abrileños e imposibles, exalta a la dama que ondea sus cabellos ardientes como salivas convertidas en rojiza flama, pero no hay nada más vivo en Barba Jacob que su dolorosa de- sazón. El poeta cambia de repente esos inasibles segundos de sonrisa y desparpajo, porque sabe que debe huir a sepultar las heridas en un cora- zón de oro y niebla. Le atormenta no emprender la infatigable búsqueda de un lugar mudo donde le reclame al silencio de las cosas su inexpresiva

majestuosidad. Ya no es suficiente la expresión musaica, ni el sonido del arroyuelo, ni los gemidos convertidos en eco después de una orgia; todo empieza a ser reclamado en su transformación.

“¡Oh insaciedad del hálito y la nébula, Y el amor, y el impulso, y el anhelo!’’

Ahora bien, al poeta no le incomoda ser una sombra fugitiva de celajes, una sensualidad dispuesta a renovados giros, a lo que realmente no se ajusta es a ser una rareza. El frenesí de sus deleites, la impudicia de sus pensamientos, de su cuerpo enardecido, hace rabiar sus más fatigados de- seos de muda calma. Y es allí cuando se le representa la muerte como la única permanencia, la ley estable, el equilibrio que su vida jamás encontró, porque la paz era su ‘’enemigo violento’’. Por eso emprende largos viajes de los cuales no sabe, a ciencia cierta, si regresará; inclusive, muchos de esos viajes se postraron ante la estrechez de sus recursos. No le importaba vestir la exigüidad, ni comer espinas o tener que verse afectado por la limitación de las circunstancias, siempre y cuando la ‘’musa de hieles abre- vada’’ le acompañara. Es ahí cuando un poeta se ve herido por el entorno, cuando se ve negado mientras los refugios escasean, cuando se ve distinto y sin escatimar se eleva por encima de la bruma.

“Fui rosa negra de mil rosas rojas Del vicio en las ocultas floraciones…’’

Barba Jacob es un duelo, un enemigo sanguinario de la quietud, una dila- tación de la ansiedad. Es curioso que toda la vehemencia y la desnudez de sus poemas regresen, de una manera o de otra, para convencernos de que el mutismo de la noche, la erótica locura y los cre- púsculos inefables solo son un juego de abalorios cuya resolución se mantiene escrita en la nada.

“Toda inquietud es vana La desazón soporta’’

Barba enumera sus representaciones, pero al final sabe que conversa con sus silencios. La soledad le envuelve el alma. El vaivén de su vida, de sus pe- sares, de sus melancolías y hasta de sus alegrías se funde en una caverna de enigmas donde se guarda el dolor a ser olvidado. Siente miedo de irse sin es- tudiar la profundidad de todos sus vicios. Le ate- rra no temblar de amor, se impacienta al no poder aliviarse en la marihuana y en el vino. Todo tiene que excederse hasta que le parezca vano, pero aun así continuar; es preciso recorrer un mullido seno, es preciso acariciar el rostro de un jovencito, y es, al mismo tiempo, impostergable seguir interrogando al mundo sobre la fatalidad del poeta, que en su sensibilidad aguda está condenado a sentir la du- reza de los árboles y la imperturbabilidad de la monta- ñas al recolectar sus gritos. Aunque fue de su preferen- cia el ritmo, él deja plasmada una música de oscuros decibeles, porque fue capaz de bruñir sus propios acordes, fue capaz de garabatear terribles interrogan- tes con la melanco- lía de su pluma.

…CONTINUARÁ PRÓXIMA EDICIÓN




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